De víctimas a bandidos: los medios de comunicación y Nueva Orleáns
Tomado de www.rebelion.org
Escrito por James Petras y Robin Eastman Abaya
Introducción
Durante breves horas, pero de forma espectacular, los fracasos políticos que convirtieron a Nueva Orleáns y a otras muchas ciudades y pueblos del Golfo de México en una catástrofe humana hicieron añicos los lazos de amistad que existían entre los medios de comunicación y el gobierno del país. Periodistas críticos describieron el fiasco del sistema de seguridad nacional para evacuar a ciudadanos pobres y la ausencia de alimentos básicos y agua para las víctimas. Los medios compararon al presidente Bush (de fiesta con sus amigos republicanos en California), al vicepresidente Chaney (jugando al golf), a la secretaria de estado Rice (de compras en Manhattan) y al jefe de la seguridad nacional Chertoff (asegurando que la ayuda gubernamental funcionaba a la perfección) con los gritos de desesperación y la penuria de decenas de miles de necesitados y hambrientos afroestadounidenses y blancos pobres, que apenas sobrevivían en un oscuro y nauseabundo centro de convenciones y en un estadio deportivo.
Pero cuatro días después del desastre, los apasionados testimonios críticos se vieron sustituidos por las voces moderadas de la compasión oficial. Empezaron a abundar las ocasiones para fotografiar a Bush; la Guardia Nacional llegaba al lugar y el gobierno respondía. Las «noticias» se ocuparon entonces de heroicos trabajadores con fotogénicos agentes blancos y enfermeras que tenían en sus brazos a niños negros mientras aportaban alivio a los «refugiados» y acababan con la creciente anarquía, la violencia y el «saqueo» entre los supervivientes. Las entrevistas con altos funcionarios militares se centraron en la amenaza que individuos violentos entre los «refugiados» hacían pesar sobre los soldados. Las imágenes de vehículos que transportaban tropas, de fuerzas especiales armadas hasta los dientes contra un telón de fondo de muchedumbres encolerizadas, resonaron junto con la propaganda de la guerra de Irak. Lo que había empezado siendo un ejercicio de ayuda humanitaria se convirtió en una operación de contrainsurgencia. Al final del sexto día, los medios convirtieron los fracasos políticos del gobierno federal para proteger a los ciudadanos en una exitosa ocupación militar.
La militarización de Nueva Orleáns
Nada muestra mejor la «línea revisionista» de los medios que el lugar prominente que otorgaron a la orden gubernamental de «disparar a matar contra los saqueadores». No hubo ni una queja, ni una voz crítica: los medios convirtieron la ciudad desolada en una zona de guerra: Nueva Orleáns pasó a ser Faluya. Los medios se ocuparon de desenterrar cada rumor, cada habladuría, cada informe infundado de tercera mano sobre violaciones infantiles y asesinatos para proporcionar un contexto a la «nueva realidad»: la militarización de una ciudad devastada. Los medios están bien preparados para dicho guión: periodistas incrustados entre las tropas destacaron a soldados repartiendo raciones militares concentradas (completamente inútiles para niños pequeños y ancianos deshidratados), mientras que omitían las palizas que les propinaban a los negros sorprendidos con comestibles (los negros roban comida, los blancos la encuentran). Más de cien mil personas sin hogar, trabajo, dinero, agua, alimentos y condiciones sanitarias eran, ante todo, víctimas de la ocupación militar para proteger de los «saqueadores» a los bancos, las pequeñas boutiques de moda y las joyerías. Dieciséis mil soldados y fuerzas especiales, con la ayuda de vehículos armados y helicópteros, tomaron la ciudad.
No se anunciaron proyectos de reconstrucción civil, empleos para los desempleados y planes para realojar a las decenas de miles de familias que se han quedado sin hogar. En cambio, los medios hicieron uso repetido de la paranoia blanca: violadores negros aterrorizando vecindarios o refugios, en todas partes había un rumor Sorprende que no incluyesen el canibalismo en la lista de «ultrajes» cometidos por los «africanizados» indigentes. Apenas se mencionó a los «saqueadores» que desafiaban las aguas arremolinadas y a los francotiradores militares para llevar agua embotellada a los ancianos, cereales a niños y latas de sardinas a los hambrientos. El noventa y nueve por cien de los negros eran pobres de solemnidad, pero los medios se centraron en el 1% de criminales. Kathleen Blanco, la gobernadora de Louisiana, ordenó una «tolerancia cero» para estimular al Presidente y dar prioridad a los rifles automáticos de las fuerzas especiales. El alcalde negro de Nueva Orleáns, atrapado entre la mayoría de los negros confinados en la inmundicia, entre los muertos en descomposición y las aguas residuales de los que aún vivían y la militarización de la ciudad, apeló al mundo exterior.
Los medios han perdonado la violación cotidiana de una ciudad, de toda una población vulnerable, pues mientras que mostraban a un testigo de la rumoreada violación de una adolescente de 14 años varios días antes, no se ocuparon de los informes de muertes masivas, aguas fecales contaminadas y bebés desfallecientes, deshidratados. La máquina de la propaganda estatal se centró en el Presidente firmando un decreto de ayuda y prometiendo ley y orden.
La criminalización de las víctimas
Si se considera el total abandono en que el gobierno dejó a las decenas de miles de pobres, de negros sin comida y sin hogar, era obvio que muchas personas se lanzarían a la búsqueda de alimentos y de agua. Al identificar de forma deliberada a los supervivientes como «saqueadores» y «violadores», la Administración sentó las bases de la posterior militarización y, de facto, de la ley marcial, fértil terreno para los asesinatos. Los primeros informes censurados de periodistas no incrustados daban testimonio de soldados de la Guardia Nacional apaleando a los supervivientes que buscaban ayuda. Los informes militares se hicieron eco la muerte de varios «francotiradores».
Sin duda la primera preocupación del gobierno ha consistido en saturar la ciudad de militares para impedir que los supervivientes se organicen buscando justicia y para canalizar todas las comunicaciones sobre el estado de la ciudad a través de fuentes aprobadas de forma oficial. Todavía más significativo es el hecho de que los militares hayan definido la naturaleza de la situación como un problema de criminalidad, cuya solución es represiva por medio del máximo control y la mínima ayuda.
Los poderes mágicos de los medios de comunicación
Al séptimo día después de la catástrofe humana, los medios se vieron inundados con las caras, las voces y la retórica compasiva de todos los voceros principales y secundarios de la Administración de Bush. Cada cadena importante de televisión, cada programa destacado presentó a Bush, Rumsfeld, Rice, Chertoff y a varios generales hablando con admiración de los esfuerzos hercúleos, de los valientes y generosos soldados de la Guardia Nacional, que ayudaban a la población.
Los comentaristas y entrevistadores de los medios cooperaron sin reservas en la despenalización del Estado. Los funcionarios culpables de crímenes contra la humanidad de ciudadanos pobres e indigentes se transformaron en salvadores humanitarios. No hubo ni una palabra de autocrítica por parte de los funcionarios y ninguno de los medios habló de ello. Las pocas voces críticas disidentes de los primeros días recibieron su castigo y desaparecieron de las pantallas de la televisión. Los medios de Estados Unidos fueron el único lugar de todo el mundo en donde se exoneró a los culpables.
La propaganda estatal de los medios tuvo su impacto: los sondeos de opinión indicaron que el 70% de los ciudadanos eran más hostiles a la política presidencial de precios elevados del petróleo y del gas que a la enorme negligencia que causó la muerte de miles de sus compatriotas, sobre todo negros (el 66% del total).
Al publicitar la tardía e inadecuada ayuda presidencial y amplificar el grado de criminalidad entre los pobres, los medios han polarizado racialmente la catástrofe entre blancos generosos, compasivos y humanitarios e ingratos y hostiles «refugiados» negros, un término que despoja a las víctimas de su ciudadanía y sus derechos.
La orden de «disparar a matar» se aplicó a quienes robaban botellas de agua y a los verdaderos o imaginarios francotiradores. La negativa caracterización de las víctimas por parte de los medios ha aumentado la desconfianza pública hacia los testimonios de niños deshidratados y frágiles abuelitas. Criminalizar, demonizar y militarizar es lo que mejor sabe hacer Washington. Repetir la propaganda oficial y censurar entrevistas disidentes es lo que mejor saben hacer los medios de Estados Unidos. Ni uno solo de ellos, ni una de las principales cadenas de televisión se hicieron eco de los informes sumamente críticos de los medios más prestigiosos de ultramar. Los informes de Le Monde, The Guardian, El País, Der Spiegel o La Jornada nunca se mencionaron.
La propaganda de fotos y titulares a gran tamaño es muy eficaz en nuestra estupidocracia y es lo que nuestros medios hacen mejor. Las fotografías de Bush abrazando a un «superviviente» limpio y fotogénico excluyeron a los cuerpos flotando sobre los detritos. Por todas partes había fotos de Bush al firmar el decreto de ayuda siete días después de los hechos, pero no las que lo mostraban en una recaudación republicana de fondos el primer día del huracán. No hubo fotos del vicepresidente Chaney jugando al golf al tercer día, mientras que los cadáveres flotaban corriente abajo por la Main Street de Biloxi (misisipi). No hubo fotos de la directora de la Cruz Roja depositando su salario de más de 640,000 dólares, mientras que 40.000 personas carecían de agua limpia en «zonas de refugiados». No hubo fotos de la Secretaria de Estado Rice en una comedia de Broadway al cuarto día, mientras que los cuerpos de viejas damas negras se descomponían cerca de sus ultrajados e infelices familiares y vecinos.
Conclusión
Los medios de comunicación dieron un abrupto giro, adaptando y dando forma a las imágenes de la catástrofe vehiculadas por la Administración. En siete días, la magia de los medios transformó al equipo de Bush, que de líderes incompetentes e ignorantes pasaron a ser funcionarios decisivos y humanitarios. Al mismo tiempo, los desesperados, los agonizantes y los furibundos fueron convertidos en una muchedumbre rebelde, criminal, ingrata y caótica. El mensaje político estaba claro: la represión y la militarización eran las condiciones prioritarias para la supervivencia y la ayuda humanitaria. La ciudad tuvo que estar bajo una ley marcial de facto antes de que la pudiesen salvar. Vietnam y Faluya vienen a la mente. Al fin y al cabo, la contrarresistencia es lo que mejor hacemos en este país.
Según el Presidente, los miembros de su gabinete y los medios de comunicación, «Estados Unidos sabe estar a la altura de las circunstancias»: no olvidaremos a los más de diez mil muertos y heridos, incluso pondremos la bandera a media asta durante unos días, siempre que el Comité de los congresistas negros lo solicite. Como diría Bush, «adelante, tenemos una guerra que ganar en Irak».
En la otra America, las víctimas, sus amigos, sus hermanos y hermanas no se dejarán engañar. Seguramente los europeos, africanos, asiáticos y latinos tienen imágenes grabadas en su memoria colectiva: de pobres furiosos y desesperados de Nueva Orleáns que dirigen sus ojos con ira hacia un gobierno indiferente.
¿Recordará la America blanca quiénes son los criminales y quiénes las víctimas?
Escrito por James Petras y Robin Eastman Abaya
Introducción
Durante breves horas, pero de forma espectacular, los fracasos políticos que convirtieron a Nueva Orleáns y a otras muchas ciudades y pueblos del Golfo de México en una catástrofe humana hicieron añicos los lazos de amistad que existían entre los medios de comunicación y el gobierno del país. Periodistas críticos describieron el fiasco del sistema de seguridad nacional para evacuar a ciudadanos pobres y la ausencia de alimentos básicos y agua para las víctimas. Los medios compararon al presidente Bush (de fiesta con sus amigos republicanos en California), al vicepresidente Chaney (jugando al golf), a la secretaria de estado Rice (de compras en Manhattan) y al jefe de la seguridad nacional Chertoff (asegurando que la ayuda gubernamental funcionaba a la perfección) con los gritos de desesperación y la penuria de decenas de miles de necesitados y hambrientos afroestadounidenses y blancos pobres, que apenas sobrevivían en un oscuro y nauseabundo centro de convenciones y en un estadio deportivo.
Pero cuatro días después del desastre, los apasionados testimonios críticos se vieron sustituidos por las voces moderadas de la compasión oficial. Empezaron a abundar las ocasiones para fotografiar a Bush; la Guardia Nacional llegaba al lugar y el gobierno respondía. Las «noticias» se ocuparon entonces de heroicos trabajadores con fotogénicos agentes blancos y enfermeras que tenían en sus brazos a niños negros mientras aportaban alivio a los «refugiados» y acababan con la creciente anarquía, la violencia y el «saqueo» entre los supervivientes. Las entrevistas con altos funcionarios militares se centraron en la amenaza que individuos violentos entre los «refugiados» hacían pesar sobre los soldados. Las imágenes de vehículos que transportaban tropas, de fuerzas especiales armadas hasta los dientes contra un telón de fondo de muchedumbres encolerizadas, resonaron junto con la propaganda de la guerra de Irak. Lo que había empezado siendo un ejercicio de ayuda humanitaria se convirtió en una operación de contrainsurgencia. Al final del sexto día, los medios convirtieron los fracasos políticos del gobierno federal para proteger a los ciudadanos en una exitosa ocupación militar.
La militarización de Nueva Orleáns
Nada muestra mejor la «línea revisionista» de los medios que el lugar prominente que otorgaron a la orden gubernamental de «disparar a matar contra los saqueadores». No hubo ni una queja, ni una voz crítica: los medios convirtieron la ciudad desolada en una zona de guerra: Nueva Orleáns pasó a ser Faluya. Los medios se ocuparon de desenterrar cada rumor, cada habladuría, cada informe infundado de tercera mano sobre violaciones infantiles y asesinatos para proporcionar un contexto a la «nueva realidad»: la militarización de una ciudad devastada. Los medios están bien preparados para dicho guión: periodistas incrustados entre las tropas destacaron a soldados repartiendo raciones militares concentradas (completamente inútiles para niños pequeños y ancianos deshidratados), mientras que omitían las palizas que les propinaban a los negros sorprendidos con comestibles (los negros roban comida, los blancos la encuentran). Más de cien mil personas sin hogar, trabajo, dinero, agua, alimentos y condiciones sanitarias eran, ante todo, víctimas de la ocupación militar para proteger de los «saqueadores» a los bancos, las pequeñas boutiques de moda y las joyerías. Dieciséis mil soldados y fuerzas especiales, con la ayuda de vehículos armados y helicópteros, tomaron la ciudad.
No se anunciaron proyectos de reconstrucción civil, empleos para los desempleados y planes para realojar a las decenas de miles de familias que se han quedado sin hogar. En cambio, los medios hicieron uso repetido de la paranoia blanca: violadores negros aterrorizando vecindarios o refugios, en todas partes había un rumor Sorprende que no incluyesen el canibalismo en la lista de «ultrajes» cometidos por los «africanizados» indigentes. Apenas se mencionó a los «saqueadores» que desafiaban las aguas arremolinadas y a los francotiradores militares para llevar agua embotellada a los ancianos, cereales a niños y latas de sardinas a los hambrientos. El noventa y nueve por cien de los negros eran pobres de solemnidad, pero los medios se centraron en el 1% de criminales. Kathleen Blanco, la gobernadora de Louisiana, ordenó una «tolerancia cero» para estimular al Presidente y dar prioridad a los rifles automáticos de las fuerzas especiales. El alcalde negro de Nueva Orleáns, atrapado entre la mayoría de los negros confinados en la inmundicia, entre los muertos en descomposición y las aguas residuales de los que aún vivían y la militarización de la ciudad, apeló al mundo exterior.
Los medios han perdonado la violación cotidiana de una ciudad, de toda una población vulnerable, pues mientras que mostraban a un testigo de la rumoreada violación de una adolescente de 14 años varios días antes, no se ocuparon de los informes de muertes masivas, aguas fecales contaminadas y bebés desfallecientes, deshidratados. La máquina de la propaganda estatal se centró en el Presidente firmando un decreto de ayuda y prometiendo ley y orden.
La criminalización de las víctimas
Si se considera el total abandono en que el gobierno dejó a las decenas de miles de pobres, de negros sin comida y sin hogar, era obvio que muchas personas se lanzarían a la búsqueda de alimentos y de agua. Al identificar de forma deliberada a los supervivientes como «saqueadores» y «violadores», la Administración sentó las bases de la posterior militarización y, de facto, de la ley marcial, fértil terreno para los asesinatos. Los primeros informes censurados de periodistas no incrustados daban testimonio de soldados de la Guardia Nacional apaleando a los supervivientes que buscaban ayuda. Los informes militares se hicieron eco la muerte de varios «francotiradores».
Sin duda la primera preocupación del gobierno ha consistido en saturar la ciudad de militares para impedir que los supervivientes se organicen buscando justicia y para canalizar todas las comunicaciones sobre el estado de la ciudad a través de fuentes aprobadas de forma oficial. Todavía más significativo es el hecho de que los militares hayan definido la naturaleza de la situación como un problema de criminalidad, cuya solución es represiva por medio del máximo control y la mínima ayuda.
Los poderes mágicos de los medios de comunicación
Al séptimo día después de la catástrofe humana, los medios se vieron inundados con las caras, las voces y la retórica compasiva de todos los voceros principales y secundarios de la Administración de Bush. Cada cadena importante de televisión, cada programa destacado presentó a Bush, Rumsfeld, Rice, Chertoff y a varios generales hablando con admiración de los esfuerzos hercúleos, de los valientes y generosos soldados de la Guardia Nacional, que ayudaban a la población.
Los comentaristas y entrevistadores de los medios cooperaron sin reservas en la despenalización del Estado. Los funcionarios culpables de crímenes contra la humanidad de ciudadanos pobres e indigentes se transformaron en salvadores humanitarios. No hubo ni una palabra de autocrítica por parte de los funcionarios y ninguno de los medios habló de ello. Las pocas voces críticas disidentes de los primeros días recibieron su castigo y desaparecieron de las pantallas de la televisión. Los medios de Estados Unidos fueron el único lugar de todo el mundo en donde se exoneró a los culpables.
La propaganda estatal de los medios tuvo su impacto: los sondeos de opinión indicaron que el 70% de los ciudadanos eran más hostiles a la política presidencial de precios elevados del petróleo y del gas que a la enorme negligencia que causó la muerte de miles de sus compatriotas, sobre todo negros (el 66% del total).
Al publicitar la tardía e inadecuada ayuda presidencial y amplificar el grado de criminalidad entre los pobres, los medios han polarizado racialmente la catástrofe entre blancos generosos, compasivos y humanitarios e ingratos y hostiles «refugiados» negros, un término que despoja a las víctimas de su ciudadanía y sus derechos.
La orden de «disparar a matar» se aplicó a quienes robaban botellas de agua y a los verdaderos o imaginarios francotiradores. La negativa caracterización de las víctimas por parte de los medios ha aumentado la desconfianza pública hacia los testimonios de niños deshidratados y frágiles abuelitas. Criminalizar, demonizar y militarizar es lo que mejor sabe hacer Washington. Repetir la propaganda oficial y censurar entrevistas disidentes es lo que mejor saben hacer los medios de Estados Unidos. Ni uno solo de ellos, ni una de las principales cadenas de televisión se hicieron eco de los informes sumamente críticos de los medios más prestigiosos de ultramar. Los informes de Le Monde, The Guardian, El País, Der Spiegel o La Jornada nunca se mencionaron.
La propaganda de fotos y titulares a gran tamaño es muy eficaz en nuestra estupidocracia y es lo que nuestros medios hacen mejor. Las fotografías de Bush abrazando a un «superviviente» limpio y fotogénico excluyeron a los cuerpos flotando sobre los detritos. Por todas partes había fotos de Bush al firmar el decreto de ayuda siete días después de los hechos, pero no las que lo mostraban en una recaudación republicana de fondos el primer día del huracán. No hubo fotos del vicepresidente Chaney jugando al golf al tercer día, mientras que los cadáveres flotaban corriente abajo por la Main Street de Biloxi (misisipi). No hubo fotos de la directora de la Cruz Roja depositando su salario de más de 640,000 dólares, mientras que 40.000 personas carecían de agua limpia en «zonas de refugiados». No hubo fotos de la Secretaria de Estado Rice en una comedia de Broadway al cuarto día, mientras que los cuerpos de viejas damas negras se descomponían cerca de sus ultrajados e infelices familiares y vecinos.
Conclusión
Los medios de comunicación dieron un abrupto giro, adaptando y dando forma a las imágenes de la catástrofe vehiculadas por la Administración. En siete días, la magia de los medios transformó al equipo de Bush, que de líderes incompetentes e ignorantes pasaron a ser funcionarios decisivos y humanitarios. Al mismo tiempo, los desesperados, los agonizantes y los furibundos fueron convertidos en una muchedumbre rebelde, criminal, ingrata y caótica. El mensaje político estaba claro: la represión y la militarización eran las condiciones prioritarias para la supervivencia y la ayuda humanitaria. La ciudad tuvo que estar bajo una ley marcial de facto antes de que la pudiesen salvar. Vietnam y Faluya vienen a la mente. Al fin y al cabo, la contrarresistencia es lo que mejor hacemos en este país.
Según el Presidente, los miembros de su gabinete y los medios de comunicación, «Estados Unidos sabe estar a la altura de las circunstancias»: no olvidaremos a los más de diez mil muertos y heridos, incluso pondremos la bandera a media asta durante unos días, siempre que el Comité de los congresistas negros lo solicite. Como diría Bush, «adelante, tenemos una guerra que ganar en Irak».
En la otra America, las víctimas, sus amigos, sus hermanos y hermanas no se dejarán engañar. Seguramente los europeos, africanos, asiáticos y latinos tienen imágenes grabadas en su memoria colectiva: de pobres furiosos y desesperados de Nueva Orleáns que dirigen sus ojos con ira hacia un gobierno indiferente.
¿Recordará la America blanca quiénes son los criminales y quiénes las víctimas?
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